martes, 23 de febrero de 2016

La brisa de Barranquilla tiene una cosa qué maravilla

Las brisas decembrinas en la literatura y cultura popular del barranquillero

http://revistas.elheraldo.co/latitud/las-vueltas-que-da-la-brisa-136636

Febrero/2016
 
Por: Jesús Rico
El frente frío de esta semana provocó olas de gran altura en Puerto Colombia.
 

¡Las vueltas que da la brisa!

Domingo, Enero 24, 2016 - 00:00
Por: Joaquín Mattos Omar
El sábado 20 de noviembre de 2015, a las 6:45 p.m., corría una delicada brisa por el malecón del caño de las Compañías, junto al restaurado edificio de la Intendencia Fluvial. No era una brisa constante; soplaba sólo a rachas, pero hacía agradable el ambiente. A su paso, lentas ondas se dilataban en las aguas del caño. Inclinándose hacia éstas, la rama de un almendro –como en cierto poema de Álvaro Mutis– hacía pausadas y solemnes genuflexiones. A cierta distancia, las luces del alumbrado público de la avenida del Río, al reflejarse en la espesa corriente, formaban unas a modo de brillantes serpentinas que calaban en el agua y se movían apenas en un suave, muy suave contoneo.
El sábado 5 de diciembre, el escritor Diego Marín Contreras se quejó en su columna de ese día en EL HERALDO de que la brisa no se decidía aún “a realizar su sagrado arribo” a Barranquilla. Decía: “Hay como atisbos, como vanos y vagos anuncios (…), tímidas apariciones fugaces de una brisita pudorosa y mojigata”. Y añoraba luego “la brisa tremolante de los tiempos idos”. El título de su columna aludía a una canción muy popular en toda la Costa Caribe: “Diciembre llegó sin su ventolera”. (La canción, un porro de Rufo Garrido cantado por Toni Zúñiga, se llama Brisas de diciembre y famosamente dice: “Diciembre llegó con su ventolera, mujeres, / y la brisa está que lleva el mundo de placeres”).
Sin embargo, al día siguiente, la radio anunció la buena nueva. En efecto, durante la transmisión del partido de cuartos de final Junior vs. Santafé, que se iba a celebrar en el estadio Metropolitano a partir de las 5:00 p.m., los locutores de Emisora Atlántico aseguraron, minutos previos al juego, que hacía “un domingo radiante y con brisas” y puntualizaron que se trataba del primer día típicamente decembrino que se vivía en la ciudad. Uno de ellos observó: “Diciembre antes se metía desde noviembre, pero este año comenzó apenas hoy, 6 de diciembre”.
El lunes 7, en un artículo sobre las escenas de una película relativa al carnaval de Barranquilla que se habían rodado la tarde anterior en el barrio El Prado, EL HERALDO confirmó el hecho. En un aparte de la noticia, indicaba: “Aunque el sol de las 12:30 p.m. resplandecía, como sucede durante la festividad carnavalera, la brisa decembrina ayudaba a disipar el calor”.
 
Pero el viernes 12, a las 5:30 p.m., en la sala de mi apartamento, situado en las inmediaciones de la calle 72, observé que la brisa provocaba apenas una tenue y vacilante ondulación en la cortina de la amplia ventana que da a la calle: la englobaba un poco y, al retirarse, la atraía hasta adherirla a la reja de hierro forjado. A través de la ventana, veía la gran copa espesa de un árbol de mango que, a lo lejos, se elevaba por detrás de la azotea de un edificio: sólo había un casi imperceptible disturbio entre sus hojas.
Cuatro días después, los datos seguían siendo desalentadores. El martes 15, a las 8:48 p.m., por ejemplo, Vicky Chedraui, una amiga residente en el barrio La Concepción, publicó un post en Facebook: “Felices fiestas decembrinas. Aquí, esperando las brisas y nada”.
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En las zonas costeras de la Región Caribe es donde el viento sopla en promedio con mayor velocidad en toda Colombia durante el año, sobre todo en las de los departamentos del Magdalena, Atlántico y Bolívar. Las velocidades más altas se registran allí en los meses de diciembre, enero, febrero y marzo. Ese viento intenso procede, como se sabe, de un sistema de alta presión atmosférica situado en el océano Atlántico, por encima de 20º latitud norte, y cuyo régimen de circulación normal lo lleva a migrar, en el sentido de las manecillas del reloj, hacia el Ecuador. Son los famosos vientos alisios del noreste.
Para limitarnos al caso de Barranquilla, hay que señalar que estudios realizados por el Ideam en el período comprendido entre 1981 y 2010 indican que los meses en que los alisios del noreste soplaron en promedio con la máxima velocidad durante esos seis lustros fueron los de febrero y marzo, en los que registraron valores superiores a los 4,8 metros por segundo, esto es, algo más de 17 kilómetros por hora.
Dado que, como hemos expresado, los alisios llegan a Barranquilla y, en general, a la Costa Caribe en diciembre, en el imaginario colectivo de la ciudad y de la región solemos asociarlos sólo con ese mes, si bien, como lo muestran los datos del Ideam, no es en diciembre cuando suelen soplar con mayor intensidad. Pero la expresión “brisas de diciembre” (o “brisas decembrinas”) está integrada a nuestro sistema mental y emotivo. No importa que las brisas alcancen más fuerza en febrero y marzo: siguen siendo las brisas decembrinas, que se prolongan por tres meses más.
Se diría –y, de hecho, se ha dicho– que el nombre y la noción de diciembre tienen para nosotros el significado de la primavera (una primavera que se inicia a veces incluso desde noviembre y que se extiende hasta antes de las lluvias de abril), no sólo por el dulce frescor con que las brisas suavizan la temperatura, sino porque es propio de los alisios del noreste crear un tiempo seco, lo que se expresa en el paisaje a través de un aire cristalino y unos cielos límpidos y radiantes. 
Ya en 1950, en su columna “La jirafa”, publicada en EL HERALDO, García Márquez escribe: “Diciembre, entre nosotros, ha desempeñado siempre con mucha propiedad la comedia de la primavera”. Y unos años antes, en 1944, en el poema “Canciones de diciembre”, incluido en su libro Sitio del amor, Meira Delmar dice: “Diciembre barre su cielo / de nubes blancas y grises / con escobillas de viento”. Hacia el final del capítulo tres de Memoria de mis putas tristes, del mismo García Márquez (novela que está ambientada en la Barranquilla de los años 1950), el protagonista, tras contar que sintió en la madrugada “un rumor de muchedumbres en el mar y un pánico de los árboles”, nos aclara que se trataba de “diciembre que volvía puntual con sus cielos diáfanos, las tormentas de arena, los torbellinos callejeros que desentechaban casas y les alzaban las faldas a las colegialas”. En ese mismo episodio habla de “las ráfagas de diciembre” y cuenta que, en el espejo del baño, le escribió a su durmiente amada infantil, en cuya alcoba se hallaba, este mensaje: “Delgadina de mi vida, llegaron las brisas de Navidad”.
Brisas de Navidad, ráfagas de diciembre, ventoleras decembrinas: variantes estilísticas para expresar un concepto de tal arraigo entre nosotros que, siguiendo con las referencias literarias, figura incluso en el propio título de la reconocida y ambiciosa novela de una gran escritora barranquillera, Marvel Moreno: En diciembre llegaban las brisas.
Para encontrar en nuestras expresiones artísticas una vinculación de los alisios con un mes distinto de diciembre, hay que recurrir otra vez a García Márquez: en Vivir para contarla, evocando el célebre viaje que hizo con su madre a Aracataca para vender la casa de sus abuelos, y que emprendieron desde Barranquilla, según él, “la noche del sábado 18 de febrero de 1950 —vísperas del carnaval—”, dice: “Los vientos alisios estaban tan bravos aquella noche, que en el puerto fluvial me costó trabajo convencer a mi madre de que se embarcara”. Asimismo, en la canción La Guacherna, de Esthercita Forero, los alisios también soplan en vísperas del carnaval, en enero o febrero, esparciendo cumbias por los aires: “Faroles de luceros / girando entre la noche / la brisa es un derroche / de sones cumbiamberos”.
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El viernes 18 de diciembre último, cuando salía del ambulatorio de la EPS Sura situado en la carrera 50 entre las calles 79 y 80, sopló una ráfaga estremecedora, que removió con autoridad todos los árboles de esa cuadra y nos envolvió a todos los que por allí nos encontrábamos en un rumor clamoroso y en una súbita felicidad térmica. Sin detenerme, avancé hacia la calle 76 por la carrera 50, contento de que ahora sí hubiera llegado, de que ahora sí se hubiera instalado con su equipaje completo para quedarse en definitiva en su larga temporada de costumbre.
Pero cuando me hallaba a mitad de la cuadra siguiente, entre las calles 79 y 76, comprendí que se trataba otra vez de una falsa alarma: la brisa era apenas lo bastante fuerte para hacer ondear con alegría las pequeñas banderas izadas en la fachada de un restaurante, pero incapaz de mecer un solo follaje; sólo algunas hojas caprichosas se le rendían.
Sin embargo, el sábado 26, a media mañana, tomé un taxi en la calle 72, y sólo para buscar el testimonio del taxista al respecto, le dije, en cuanto cerré la portezuela del vehículo: «Y nada que se mete la brisa». El hombre, de unos 40 años, me dijo: «Bueno, hoy a las cinco de la mañana, cuando traía a un cliente de Salgar para Barranquilla, la brisa estaba soplando tan fuerte en la carretera que me hizo bambolear el carro». El carro era de los que llamamos un “zapatico”. A continuación, se explayó en la anécdota: «Y la señora del servicio doméstico del cliente, que también venía en el taxi, me contó que a mitad de la noche la brisa le había abierto de par en par la ventana del cuarto y que a partir de ese momento tuvo que apagar el ventilador porque hacía mucho frío». Comenté que tal vez se debía al hecho de que Salgar está a la orilla del mar. Me precisó que el cliente, como él lo llamaba (un militar retirado a quien venía haciéndole carreras desde hacía varios años), vivía en una cabaña situada en las afueras de Salgar. «Con razón», le dije, recordando que, en efecto, cuanto más expuesto esté un lugar al mar Caribe, más intensa es en él la influencia de los alisios.
Ese mismo sábado por la noche fui al centro comercial Buenavista. Paseé un largo rato por sus alrededores y mi entusiasmo no pudo ser mayor: todo el tiempo estuvo corriendo una brisa vigorosa, envolvente, sonora, que ahora se batía contra tu pecho, ahora te empujaba por la espalda, y se arremolinaba y ululaba en la concha de la oreja. Supe que por todo ese sector –el de los barrios El Tabor, Miramar, Villa Santos, El Poblado– venía soplando así desde hacía unos 15 días. A algunos peatones les alborotaba el cabello. Hacía tremolar hasta el vértigo ciertos enormes pendones publicitarios, arrancándoles un sonido parecido a un tableteo sordo. En los árboles de copa enorme y densa, como el mango y el nim, producía el movimiento de una amplia y lenta marea interna: las hojas parecían no moverse individualmente, sino por bloques macizos. En cambio, algunas palmeras frágiles se inclinaban hacia un lado –se veían humilladas– y sus ramas se zarandeaban completamente a su merced. Y sucedía que, tras un momento de calma, de pronto una ráfaga atravesaba el follaje de un roble y se llevaba por delante, una a una, sus hojas, haciendo que sonaran como un instrumento que alguien tañera.
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En los días que siguieron, los noticieros de televisión presentaron informes desde las playas de Puerto Colombia en que reportaron que, por efecto de los alisios, las olas alcanzaban alturas de hasta cuatro metros.
El 31 de diciembre, los barranquilleros, reunidos en familia en los porches y en las terrazas de sus casas, disfrutaron de una Nochevieja fresca, venteada, rumorosa. Una Nochevieja meteorológicamente feliz. Y al día siguiente, durante el acto de posesión del nuevo alcalde, Alejandro Char, todos vieron cómo la brisa, juguetona, le tumbó de la cabeza el solideo escarlata a monseñor Víctor Tamayo, obispo auxiliar de la ciudad, quien, luego de recuperarlo, prefirió guardarlo en el bolsillo de la sotana.
Pero el domingo 3 de enero amaneció nublado. Al abrir las ventanas, hubo entre la gente una sensación de desencanto al ver que, a las 6:20 de la mañana, en lugar de inundarse de claridad, el interior de las casas continuaba todavía en penumbra. Al mediodía, una amiga que hablaba conmigo por teléfono, se quejó de que durante toda la mañana había hecho calor. «No se mueve ni una hoja», rezongó.
Y ésa fue la tónica durante los días posteriores: rachas intermitentes que iban desde mansos vientecillos hasta ráfagas que prorrumpían en fuertes silbidos; períodos de total calma; cielos brillantes, cielos ligera y parcialmente nublados; la temperatura, sin embargo, ha sido en general agradable: durante este mes, la media máxima ha sido de 31.5 °C y la media mínima de 23.5 °C.
 Mi impresión seguía siendo que esta vez los alisios no se habían instalado a plenitud, como lo hacían en “los tiempos idos”, y lo más expedito era atribuir esa situación a la bestia negra del cambio climático, si bien tuve presente que en el pasado lejano nuestra primavera decembrina también sufrió trastornos, como consta en el testimonio arriba citado de García Márquez en Vivir para contarla, pues ese sábado 18 de febrero que él evoca allí no sólo estaban “bravos” los vientos alisios, sino que, según lo indica en el mismo pasaje, caía “un aguacero diluvial fuera de tiempo”.
Consulté todo esto con un ingeniero meteorólogo; me explicó que los cambios que sufre el clima se deben a que es un ente vivo y que, como tal, siempre está cambiando. «No todos los años el clima tiene las mismas características», me dijo. Esa variabilidad puede hacer que, por ejemplo, la dirección de la circulación de los sistemas de presión cambie de manera radical. Pero, a continuación, me recordó lo que la comunidad científica mundial, las Naciones Unidas, Greenpeace, los editorialistas y el papa Francisco han venido sosteniendo y el Acuerdo de París acaba de ratificar: «Los humanos, con la contaminación atmosférica, somos los que más influimos en el cambio climático».
Pero he aquí que hoy, jueves 21 de enero, día en que pongo fin a estos apuntes, la brisa está soplando en Barranquilla como nunca, o como siempre (históricamente hablando). Lo viene haciendo así desde varios días atrás. Ahora sí no hay duda alguna (porque la más mínima se la han llevado sus propias ráfagas categóricas): ha tomado plena posesión de la ciudad, a la medida de nuestros mejores recuerdos. Y, además, por si fuera poco, el lunes se anunció la llegada de un frente frío ubicado entre la península de Yucatán y la isla de Cuba, que, desde el norte, está sumando su propio caudal de brisas al caudal de los alisios del noreste. No podría haber un final más feliz para esta historia.
Y sin embargo –porque, con respecto al cambio climático, hombre prevenido vale por cien–, prefiero terminar con una jaculatoria: “Oh, dulcísimos Obama, Angela Merkel y Partido Comunista de China, ¡salvad, por favor, nuestras ventoleras decembrinas!”.
 
 
El impacto de la brisa se siente en la recién remodelada Intendencia

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